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Lectura de clase
Sobre leer y vivir en comunidad
En los libros comienzan cosas. Me gusta hablar de ellos. No recomendarlos, sino hablar. Tal vez por eso me gusta el club de lectura que a veces montamos en Mastodon (#lecturascasaarbol). Como el puesto de un mercado ambulante, acoplamos la estructura, deslizamos la lona, nos sentamos a hablar y a tomar algo durante un mes, cada lunes un ratito. Aprendemos las unas de las otras y juntas desmontamos el tinglado hasta la próxima.
Encuentro difícil hablar de libros en redes como Instagram. De esa manera sería impensable. Ahora que las prescriptoras de moda que seguía hablan más que nunca de libros, –sobre esto escribí hace poco en Igluu–, yo me encuentro rara haciéndolo. Tal vez porque Instagram tiene esa cualidad de convertirlo todo en naturaleza muerta. El libro, como objeto, siempre ha sido utilizado por su capacidad de codificar una cierta ostentación intelectual, de actuar como símbolo de clase. Tal vez por eso algunas personas que viven y trabajan apegadamente al libro manifiestan severamente su hartazgo últimamente. Pude comprobarlo cuando, a finales del año pasado, elaboré un artículo para El País.
Sobre este hartazgo me preguntó hace poco mi amiga Eva Blanco, para una pieza que escribía en Vogue España. Reflexionado, tuve que reconocer que la lectura está muy mitificada socialmente, profundamente codificada en términos de élite y arraigada a la cultura de la meritocracia. A veces nos entusiasmamos afirmando que leer te hará más empático, cuando es bien posible que algunas de las personas más soberbias que conocemos lo son erguidas sobre la cifra de títulos que dejan constancia de haber leído. Se nos invita a pensar tal vez que los libros son una especie de atajo para ser mejor persona. O una persona de mayor calidad. Más inteligentes, más críticos. En realidad, sabemos que eso no es así de fácil. Y también hay mucho que decir de los libros qué leemos y sobre la actitud con la que los recibimos, pero qué difícil es articular este dilema.
Ya sabéis que lo ilustro todo con capturitas de los sims.
Sin duda recelo de un paradigma en el que más (libros), sea mejor. Tengo algunas dudas sobre cómo le sientan a los libros las métricas cuantitativas, el afán acumulativo, aunque me parece que también hay bastante misoginia en la forma en la que se juzga cómo las mujeres jóvenes se relacionan con la literatura. Pero en la bruma de este discurso que asocia la lectura a valores esnobistas soy incapaz de pasar por alto, precisamente, otra alta dosis de esnobismo. El riesgo es negar que los libros pueden ser objetos transformadores. No digo de vidas, ni de suertes personales, pero sí de miradas arrojadas hacia el mundo. El riesgo mayor es que sean personas que hacen de la literatura su vida las que lo nieguen.
Desde que la leí pienso muchísimo en una entrevista el El Salto a la pedagoga Ani Pérez. “Las pedagogías alternativas agravan las desigualdades de clase”, era la cita elegida para el titular. Imposible no ver venir el elemento polémico en él. El año que fui madre, en mi generación las personas con hijos eran franca minoría, cuatro años después aún lo somos y no espero que vaya a cambiar demasiado en el futuro. Sin embargo, la cantidad de contenido en redes sociales dirigido a madres es un bombardeo eterno de discursos prescriptivos redactados desde un binarismo extremo entre lo bien hecho o la culpa. Maternar se ha terminado por convertir en un verbo adscrito a una perspectiva concreta y muy ideológica ligada a un cierto esencialismo del cuerpo y a una obligatoriedad en los procesos de crianza. Gracias a esa entrevista a Ani Pérez, pude relativizar algunas cosas y adquirir recursos para el sosiego. Para Pérez, los protocolos de educación de no directividad aplicados a las escuelas públicas de barrio pueden ser un riesgo para los niños que asisten a ellas. Al igual que leí hace tiempo en un post de la artista Daniela Ortiz, he reflexionado sobre cómo la inclinación a copiar ciertas tendencias educativas de las escuelas privadas y enseñar a los niños de las clases sociales más desfavorecidas una relación laxa con las normas puede perjudicarles en el futuro. Tal vez los hijos de familias con capital financiero y social suficiente puedan permitirse no conocer las normas y decidir en qué momento quieren empezar a obedecerlas, pero los nuestros no. Viviendo en mi barriada, no necesito un marco teórico para entender lo que dice Pérez. Conocer la norma, educar para la convivencia, puede salvar vidas de quienes no tienen un tío abogado, un padre con contactos en el ayuntamiento y capital suficiente para hacer frente a una fianza.
Trabajar como niñera también me hizo relativizar algunas ideas que de adolescente había alimentado sobre cómo debía ser la crianza. Descubrí que para que una pintada en una pared tenga valor político o sentido disruptivo, teníamos que aprender antes la norma de que se debe pintar en un papel. No hay abstracción posible sin reunir antes la data suficiente del entorno. No hay pintura cubista sin que previamente haya existido una intención de captar todo lo que percibimos de la realidad.
Estas ideas, ahora puede que profundamente impopulares, me han proporcionado mucho sosiego en esta etapa de mi vida, profundamente marcada por las prescripciones de crianza que veo en redes sociales. Puede que esta sea una de las confesiones más personales que he vertido nunca en estas cartas y, como todo lo referido a mi forma de percibir la maternidad, lo hago con una terrible sensación de miedo al juicio ajeno.
En este sentido pienso en Ani Pérez, Daniela Ortiz, los libros, las bibliotecas públicas, el futuro. Mi mayor privilegio de clase fue crecer en una casa en la que dos personas dedicadas a la docencia leían a diario. No tuve una infancia permisiva en muchos sentidos, pero siempre pude leer lo que quise de las estanterías de mis padres. La escritora brillante Noelia Cortés, a la que tengo la suerte de contar como amiga, siempre defiende la labor de las bibliotecas públicas. Tuvieron un importante impacto en su vida lectora. También en la de la escritora de clase trabajadora Luisa Carnés. Yo también las visito cada semana. Si algo quiero enseñarle a mi hijo es que la biblioteca del barrio está ahí para él. Es suya y de todos los niños y niñas de la ciudad. Es un recurso en el que siempre tiene las puertas abiertas. Todo ese conocimiento, todas esas miradas, están a su alcance con solo estirar la mano. Asimismo, me parece fundamental que conozca sus obligaciones como usuario. Tratar con amabilidad al personal que allí trabaja, mantener un volumen adecuado, participar de las actividades gratuitas que allí se organizan para mantenerla viva, devolver los préstamos a tiempo, tratar con cuidado los libros porque otro niño querrá disfrutar de ellos.
Me da miedo pensar en qué sería de su suerte sin un acceso garantizado a una lectura libre. Nos encaminamos a un futuro algo oscurecido por la incertidumbre, pero ojalá que en el proceso de desmitificar el halo de excesiva bondad que le damos a la lectura como hábito no terminemos por volver a hacer de ella el privilegio acotado de unos pocos. No se me ocurre un objeto material que me haya acercado más a pensar otros mundos posibles que un libro. Creo que Úrsula K Le Guin fue quien dijo aquello de que el poder del capitalismo parece inesquivable, pero también lo parecía el de los reyes. Sin los libros adecuados, igual que sin las conversaciones adecuadas, sin el afecto adecuado e incluso sin las experiencias decepcionantes adecuadas, podríamos llegar a pensar que esto es todo lo que hay. La vida bajo el rodillo. La distribución que otros hacen de nuestra vida, la única posibilidad.
Pienso mucho también en aquello que Anna Lowenhaupt-Tsing escribió en La seta del fin del mundo. Aquello de las acentuadas sensibilidades del otoño. Aquello de la vida sin la promesa de la estabilidad. “El aroma del otoño me transporta a una vida común sin garantías”. Pero hace falta conocer las razones para la lucha. Las razones por las que algunos no tienen necesidad de conocer la norma, mientras que su poder dibuja los límites del tuyo. “El mundo no se salvará si no creemos en un futuro revolucionario global”, uno que se teje desde el presente. Es una cita que la autora leyó en un libro. Yo lo he leído en el de ella. Estas ideas que ponen en riesgo todo. Estas ideas que me hacen saber que camino en una avenida bajo la sombra de acacias y jacarandas, y que escucho el canto de los mirlos, se han deslizado en mi mirada desde las páginas de un libro. No digo que lo haya leído un libro, solo que varios libros (Odell, Kimmerer, María Sánchez) me contagiaron la inquietud necesaria para mirar más allá del asfalto, para relativizar también la vida que se desliza por el scroll. Sin todo esto tampoco habría conversaciones de libros en Mastodon. Tal vez otras personas necesiten otros estímulos, no menos valiosos, pero si los libros han sido capaces de ampliar mi mirada, no quiero legar a quien me escuche un relato en el que afirme que han sido totalmente prescindibles.
Mi experiencia es la mía y, personalmente, no quiero esparcir esa luz de gas. Me da miedo que la lectura vuelva a ser privilegio de las clases sociales que se relacionan como quieren con la norma y no sienten ninguna obligación social de convivencia o cooperación. Si bien la posesión de libros, o la biblioteca como ostentación, ha dejado de tener valor para mí, (regalo casi todos mis libros o los dono a la biblioteca del barrio salvo en aquellos casos a los que sé que querré regresar continuamente), no me veo con agallas de decir que los libros no son capaces de ejercer un poder de cambio cuando a mí me han transformado por completo.