La huella

Ya no suena esa música instrumental que tantas veces me adormeció, sentada en la silla, antes de llegar al postre, pero la pintura del techo sí continúa allí. Ahora soy yo la que lleva a mi hijo al que es, con toda probabilidad, uno de los negocios locales más antiguos de la ciudad. Comemos arroz tres delicias y tallarines. En lugar de la música, se escucha a un padre de familia preguntar al camarero por el jamón serrano o la ensaladilla rusa, mientras sus hijos, nacidos en el mismo hospital que el camarero, hacen bromas pronunciando la ele en lugar de la erre. Cada vez que vamos intento que mi hijo se fije en el techo. Antes aún de que yo naciera, alguien lo pintó a mano. Unas mujeres flotan entre flores y lazos sobre nosotros. También lo hacen sus ropajes tradicionales. Alguien las trazó sobre esas láminas, tal vez cuando el restaurante abrió sus puertas, y todavía permanecen allí. Han conocido a varias generaciones de la familia propietaria de este tradicional negocio gaditano que, al menos, acumula tres décadas de historia.

Qué queda cuando nada queda de uno. Desde finales de febrero vivo con un sedimento en mi interior que poco a poco se hace más grande.

Dicen que Internet es una nube. A ese gas levadizo asciende nuestras fotos de Instagram, nuestros compartidos de Facebook de 2012, nuestro primer tuit. La realidad es mucho más pesada y matérica. Nuestros posts realmente recorren un enjambre de cables subacuáticos y desembocan en centros de datos, pesados sistemas de hardware situados en insospechados lugares del planeta, que necesitan de ingentes toneladas de agua refrigerada químicamente para no sobrecalentarse. Lo único ingrávido de todo eso es la nube de dióxido de carbono que la publicación y el almacenaje de toda esta información emite a la atmósfera. Esa es la única nube de internet.

Toda esa archivística digital es nuestra huella. Data de quienes fuimos. Desechos arqueológicos. Ruido blanco de nuestra historia. En el Fediverso, ese internet habitado por gente peculiar que se preocupa por lo que en otras redes sociales ni siquiera se nombra, es costumbre que los usuarios tengas activos sistemas para borrar de manera automática sus posts al cabo de dos semanas, o un mes, o un año. Aún arrastro es ruidosa cultura de concurso de popularidad de mi paso por otras redes sociales, pero sé que también me adheriré a ese hábito. Cuando esté preparada para resignificar mi huella en el mundo. Cuando pueda abandonar ese ruego público por la aprobación indiferente de otros.

En el cuento Mi padre el druida, mi madre el árbol del experto en internet Robin Sloan, la protagonista observa su rastro en la nieve cuando sale en busca de su padre, que no ha dejado ni una sola huella. Se admira. Admite que en otro tiempo habría estado orgullosa de dejar huellas en el mundo. El ejemplo de su padre le hace pensarlo mejor.

En el restaurante chino, un avejentado interiorismo de tres décadas de historia, producto de unas manos que se enfrentaron a lo desconocido con la más potente de las valentías y el orgullo de sus raíces, acoge y envuelve la escena familiar en la que un padre alienta el racismo de sus hijos. Qué pervive de nosotros cuando nos volvemos solo materia. Qué queda de nosotros en los demás.

En Reserva de musgo, la escritora y botánica Robin Wall Kimmerer asemeja las propiedades del agua sobre el musgo (capaz de sacarlo de un letargo de décadas) a las del amor en las personas. “Estamos moldeados por nuestra afinidad con el amor: nos expandimos con su presencia y nos encogemos cuando nos falta”. Más tarde, pasa a describir la escena en la que, acompañada por su hija Linden, se despide para siempre de su padre en el cementerio. Continúa su paralelismo literario: “Mi hija, de mejillas rosadas, se apoya en un pie y luego en el otro, como si no supiera donde ponerse. Se encuentra en un circulo de hijas, cogidas de la mano, en el que algún día será ella la que se despida. Cuando deja caer la rosa, nos agarramos con más fuerza”.

Un sedimento en mí se hace más grande a la orilla del río interior que nos atraviesa. Una voz me reclama. Puede que esté algo perdida, pero recientemente he aprendido alguna cosa sobre aquello que somos capaces de dejar a nuestro paso.

Mi abuelo me quiso como nadie. Mi abuelo me cuidó como nadie. Mi abuelo me hacía gatos con pañuelos para dormir, me transmitió más de una lección de humanidad, nunca abdicó en la tarea de educarme, en lugar de reivindicar un derecho a consentirme. Mi abuelo siempre fue tierno y alegre, reía con los demás, se expandía con el amor que se le brindaba. Mi abuelo era valiente, mi abuelo me enseñó que ese amor que me ofrecía era prueba suficiente de que no debía dejar a nadie nunca pasarme por encima. Mi abuelo, sin quererlo, me enseñó cómo la alegría y la bondad lo eran todo en la vida. Y también después de ella. Me alejó con su ejemplo de la atractiva tentación de ser triste mascota de las circunstancias. Su legado en todos los que lo conocimos fue una vibrante defensa del buen humor, de unas furiosas ganas de estar presente en el mundo. Somos incapaces de entristecernos por su ausencia sin que nos asalte el recuerdo de alguna vez en la que unas palabras suyas mejoraron un momento.

Vivir sin él es un imposible, y creo que no lo haré nunca, porque esa huella infinita y profunda me acompaña en cada momento, me sostiene en unos meses en los que la luz de esa alegría evita mi camino. Siempre querré ser alguien de quién mi abuelo estaría orgulloso. Por eso confío en mí misma. Jamás fallaré al amor y a la fortaleza que sembró en mí. Jamás dejaré de intentar surtir en los que me importan el mismo efecto de bondad y seguridad que él transmitía.

Sigue Robin Wall Kimmerer: “Retener el agua para que no se la lleve el sol y recibirla cuando regresa es una actividad comunitaria. Ningún musgo puede hacerlo solo. Vástagos y ramas tienen que juntarse, entrelazarse, preparar un lugar para el agua.”

Antes de coger un avión sin billete de vuelta me dijo, entre lágrimas, “sé que vas a triunfar”. Mi mayor triunfo en la vida fue superar la definición de éxito que cada día imprime en mi pantalla el algoritmo, y reunir la fortaleza necesaria para volver a su lado. Agotar su vida juntos. Sentirlo cerca. Seguir aprendiendo de él después de habernos despedido.